viernes, 5 de julio de 2019

Villa Urquiza - Santa Fe (42,1 km)


26 de enero
Villa Urquiza - Paraná - Santa Fe (42,1 Km.)
En los primeros días de la travesía era casi un ritual ver a Milva desayunar cereal y consumir –disuelto en agua- un polvo que parecía un complejo vitamínico. Ante nuestra curiosidad terció Lisandro.
- Eso es un suplemento vitamínico que nos vendieron en una casa de deportes de Santa Fe. El vendedor es un fisicoculturista, un chabón enorme, y me dijo que es el mismo suplemento que toma Patton en sus travesías.
- ¿Patton? ¿El General Patton[1]?
- No, Vacarazza. En Santa Fe hay un groso, una especie de kayakista legendario que es conocido como Patton... él hace travesías en solitario a pesar de que tiene problemas para caminar. Es un loco lindo.
Era habitual que durante la remada habláramos de este personaje desconocido y yo le insistiera a Lisandro que al llegar al Club Azopardo de Santa Fe nos consiguiera una foto con él.  Fuera quien fuera, era un verdadero bicho de agua. Es más. Recuerdo que en una tarde calurosa, estábamos descansando en un puesto ganadero del Arroyo Guarapo, al sur de Goya, y cuando el cuidador se acercó a saludarnos, mencionó que hacía un mes había pasado por ahí un kayakista, con la particularidad de que la faltaba una pierna y usaba una prótesis.
- Ése debe ser Patton, Lisandro... le dije. Pero no me habías dicho que le faltaba una gamba.
- Yo tampoco lo sabía...
·                   


Mientras navegábamos por las costas del sur de Corrientes y Entre Ríos, al otro lado del río la costa santafecina comienza a desdibujarse y se convierte en un universo inundable de lagunas, esteros, riachos y selvas bajas. Un humedal casi virgen, extensísimo y complejo, conocido actualmente como Jaukanigaás.[2]
Nosotros tocamos la provincia de la bota llegando desde Paraná. Allí las costas se hacen bajas, extensas y barrosas. El palerío de los árboles de las orillas desaparecidas aflora en el agua cuando el río baja. Los botellones que hacen las veces de cabeza de espinel minan la superficie el río fondeadas al oscuro lecho y tiemblan resistiendo el embate de la corriente.
“Se fue Sinesio hacia el río
con un repique de tarros
andará por el remanso
el agua por la cintura y
los talones de barro...!

“Allá muy cerca del río
donde es más fresca la arena 
por donde se calla el canto
de su rueda despareja 
pantalón arremangado
el barrilero se aleja
Sinesio le está robando
al Paraná su agua fresca”

Me vino a la mente ese poema, Sinecio el Barrilero[3], que había leído de muy gurí en un viejo manual Kapelusz que ya estaba fuera de circulación cuando empecé la primaria, en San Fernando. Y me vino a la mente mientras remábamos en la tarde de Colastiné ya cerca de nuestro destino.


El quieto y avejentado Puerto de Santa Fe nos esperaba al finalizar el riacho de acceso que culmina en la boya del kilómetro 593. Y dos kilómetros aguas arriba hacia la Laguna Setúbal aparece el Club Náutico Azopardo, cuna de los kayakistas santafecinos, con su playa de arena ahora tapizada de camalotes. En este punto finalizaba la travesía para Milva y Lisandro. Para Kike y para mí comenzaría por tanto otro viaje muy distinto, de otros quinientos y tantos kilómetros.

Santa Fe
Santa Fe es la capital política e histórica de la provincia. Hace gala de majestuosidad arquitectónica. Tiene una impronta llamativa y difícil de describir. 
Parece que en el decurso de los años perdió el tren de las energías renovadoras, a contramano de Rosario -la ciudad de Lisandro- que está en ebullición en distintos planos. Esas diferencias, habían generado polémica y diálogos picantes entre nuestros compañeros a lo largo del viaje.  
La cuestión es que Lisandro viajaría a Santa Fe por la noche mientras que Enrique y yo  nos quedaríamos en Santa Fe, que además tiene fama de infernal: en verano las temperaturas rondan los 50 grados.
Afortunados a nuestra manera, nuestra estadía de tres días estuvo matizada por días grises y lluviosos, a raíz de lo cual -entiendo- Santa Fe me pareció todo el tiempo tan bella como mustia. El Puerto, la ex terminal del Ferrocarril Belgrano, la costanera de la Laguna Setúbal, la reserva ecológica, los puentes, las lagunas, paseos y edificios históricos, todo tenía una pátina de atrayente y respetable decadencia. Quién sabe si la combinación de la naturaleza llamativa y los monumentos santafecinos no eran la extensión de las contradicciones personales de mi oprimido ánimo en ese momento del viaje.
Milva nos alojó en su casa, donde siempre pernoctan y se instalan viajeros de distintas partes del mundo. Ahora por ejemplo estaba Aitor, un vasco de 25 años, “muy agradable ser” (como diría mi amiga Alelí de Misiones), quien estaba realizando una pasantía de una agencia de cooperación internacional. 

Los días en la ciudad fueron de descanso y espera, a veces tensa. Tenía la natural inquietud de terminar la aventura que habíamos iniciado. Las cenas en casa de Milva, las largas caminatas y los lisos (cervezas) en el Patio de la Cerveza de Santa Fe contribuyeron a recobrar las energías.  A pesar del mal tiempo, solo queríamos volver a remar y hacia la tarde del tercer decidimos abandonar Santa Fe pese que permanecía a la amenaza de lluvia.  




[1] George Smith Patton (1885-1945), notable general del ejército estadounidense que combatió en ambas guerras mundiales, y que murió en Alemania (presuntamente asesinado) tras denunciar las concesiones hechas a la Unión Soviética en la conquista de Europa, finalizada la Segunda Guerra.
[2] “Gente de agua”, en lenguaje abipón. Sitio Ramsar de 492.000 has.
[3] Sinecio el Barrilero es un chamamé de autoría de Cacho Gonzalez Bedoya y Pocho Roch, que popularizó Antonio Tarragó Roos.

domingo, 17 de julio de 2016

La Paz - Villa Urquiza

Bajando el Paraná hacia Piedras Blancas


22 de enero - La Paz

- Necesito saber su nombre para informarlo. - Me dijo el oficial de Prefectura.
- Vacarezza.
- Vacarezza... ¿Cómo sería...?
- Victor Alfa Charly Alfa Romeo Eco Zulú Zulú Alfa
Se me quedó mirando.
- ¿Sos de Prefectura?
- No, lo sé por mi compañero. Él me enseñó código fonético y algo de código Q.
- Qué raro que un kayakista sepa estas cosas...
Kike se había ido a averiguar por alojamiento y yo me quedé en el puerto cuidando los botes. Él manejaba Código Q desde los 10 años y  diálogos con su padre -que eran inaccesibles para mí- como “5/5” ó “escaneá para arriba” habían sido comunes de ver. 
La Paz es una ciudad de deportistas. Sede de un renombrado Triatlón Internacional, eso funciona como acicate para que hombres y mujeres de todas las edades entrenen casi a toda hora ya sea pensando en su participación o simplemente por vocación.
Caída la noche, portadores de un cansancio demoledor merced el esfuerzo físico de la etapa y del castigo solar, nos sentamos en la plaza de la costanera dispuestos a cenar. Observamos a hermosas deportistas seguir corriendo mientras nosotros recuperamos energía en un populoso carrito del puerto donde tomamos unos largos tragos de cerveza. Al poco rato volvemos al hostal a dormir con aire acondicionado y camas mullidas profundos sueños de plomo.
·         

A media mañana ya desayunábamos en un altísimo balcón donde teníamos el dominio de todo el río. Dignos y señoriales, limpios, atildados, con nuestras blondas cabelleras al viento, bebimos nuestro dulce café con leche y disfrutamos de sabrosas tostadas justo en el momento en que adivinamos en la lejanía del Paraná a otra “tostada”: Milva. Y su singular compañero, Lisandro. 

- Son ellos - musita Enrique tratando de identificar los botes en el reflejo del río. Yo sigo comiendo mi tostada con mermelada. 

Haciendo una reverencia dejamos el salón y con todo el garbo que la ocasión demandaba nos damos cita en el puerto para agitar nuestros pañuelos y honrar a los recién llegados.

Lisandro y Milva ocuparon junto a nosotros la habitación en la Posta del Surubí, sitio en el que nos habíamos alojado, fuera de presupuesto, fuera de programa, fuera de todo, por ocurrencia de Enrique. Aunque -es justo decirlo- éramos merecedores de algo que compensara semejante sacrificio deportivo.

A tal punto fue caluroso aquel día que casi no salimos de la hostería. Apenas si nos trasladamos a pocos metros para pedir unas pizzas y luego volver a la habitación. Yo apostaba a que el viento norte había adquirido aún mayor fuerza allá afuera, y no fue si no muy al atardecer que decidí salir a darme un chapuzón en la pileta hasta bien entrada la noche. Al rato Kike, Milva y yo charlábamos en el agua bebiendo una refrescante cerveza.    


23 de enero
La Paz -  Piedras Blancas (58,7 km.)
Las profundidades a veces deparan misteriosas convulsiones que emergen a la superficie. Esto sucedía especialmente en Misiones. Y también –aunque menos frecuentemente- en el resto del lento y colosal avance del río.
En las costas entrerrianas las temibles boya negras marcan afloramientos rocosos cercanos a la costa. Allí debíamos palear sobre violentas correderas, azuzadas por el intenso viento norte. El mejor ejemplo de esto era la zona de Piedra Mora, donde por la tarde nos apeamos a la costa, refrescándonos en las playas que se encuentran al pie de las barrancas.
La baliza de peligro, unos cien metros río adentro, se sacudía con el viento y la correntada, y bajo el sol bailaba con inexorables aires de drama una espera de tormenta que se escondía magistralmente y que iba a arreciar sin ninguna duda.
Desde la mañana  navegábamos a “costas vista”. Antes de reiniciar nuestra remada, Prefectura La Paz nos convocó a sus oficinas y allí fuimos, con los salvavidas puestos, Enrique y yo, ya que la oficialidad del agua quería asegurarse de que estábamos al tanto  de que el alerta meteorológico estaba vigente y que había riesgos. La fuerte tormenta de la que se hablaba se había alejado de nuestra zona, y ahora estaba estacionada sobre el centro de Entre Ríos.
Amén del alto oleaje por popa y el calor, la navegación no tenía novedades. Solo en la mañana cruzamos aguas abajo al buque motor Doña Anette y luego todo consistió en contemplar la costa entrerriana coronada de altas barrancas arcillosas y secas, y al pie de ellas, entre pequeñas playas y zonas rocosas, pequeños campamentos de pescadores artesanales.



Para el mediodía ya habíamos atracado en las tranquilas playas de Santa Elena, un pueblo muy apacible, surgido al calor de los antiguos mataderos (por ejemplo, el Matadero de Yeguarizos Santa Elena, en 1881). Entre Ríos es pródiga en historia de grandes frigoríficos ingleses, los que siguiendo el melancólico destino de los ferrocarriles, padecieron vaivenes, tendieron a la decadencia y desaparecieron en el olvido. 
Pero solemos ignorar todas estas cosas, estando pendientes de cosas más mundanas como horarios, formas del cielo, vientos, y nuestra propia condición física.
Después de otras dos horas de navegación, divisando alisales, islotes y pequeñas casitas, a las cinco de la tarde la expedición ingresó a un gran brazo del río y fuimos acercándonos poco a poco al populoso balneario de la localidad de Piedras Blancas.  El sol aún era muy intenso. Los botes tocaron la arena e inmediatamente nosotros quedamos retozando en el agua, como peces moribundos.  Al mismo tiempo una  multitud de veraneantes se bañaba dentro el boyado.  Mi cabeza se hundió en el agua templada, casi tibia, mientras la tarde se iba.


Con el anochecer armamos la carpa en cercanías de la orilla y otra vez vimos unos refucilos bastante intimidatorios. Kike preparó nuevamente pollo al disco, y después de cenar, me acobaché en mi carpa esperando la lluvia. 

25 de enero
Piedras Blancas – Villa Urquiza (70 km.)


Los botes, guardados. 
Nunca llegó a desatarse una gran tormenta sobre Piedras Blancas, pero la lluvia, el frío y el fuerte viento del Sur nos motivó a suspender la etapa, y los cuatro kayakistas decidimos volver sobre nuestros pasos y rearmar campamento para pasar un día de descanso, mate, fotos y abrigo hasta el final de la jornada, cuando sobre el horizonte y bajo un montón de nubes de plomo, apareció el sol, prendiéndose fuego líquidamente hasta apagarse en la noche. 



Por la mañana del día 25, bajo el sol y la brisa del Sur, hicimos la etapa con destino final balneario de Villa Urquiza, ubicado en las afueras de la Ciudad de Paraná. 
Navegamos primero hacia Pueblo Brugo, en el kilómetro 666. Este lugar es famoso por su cooperativa de pescadores artesanales y sus empanadas de pescado. No podíamos no hacer un alto.
Río abajo continuamos avistando barrancas y bonitos riachos, costas pedregosas e islas al ras del agua habitadas por vacas flacas. Como la espuma del río (cada vez más abundante) los kayaks se desperdigaron por la corriente y el viento. Navegábamos por el "Chapetón", un conjunto de islas bajas cercanas las costas barrancosas del Paraná, las cuales le hicieron pensar a las mentes brillantes que aquel era un buen lugar para establecer otra represa: la Represa Paraná Medio. 



En el balneario de Urquiza (localidad fundada en 1860 por el presidente Justo José de Urquiza) nos esperaban Laura, la madre de Milva y Aldo, su pareja. 
Aquella noche, por lo tanto, todos dormimos en una cómoda casa, agasajados con un buen plato de pasta, cerveza y las pormenorizadas anécdotas de nuestro anfitrión.

sábado, 25 de junio de 2016

Esquina - La Paz (Entre Ríos) - 97 km.



Un oficial de la Prefectura Naval, cuya especialidad era el buceo táctico, nos contó:

“Reflotando buques hundidos en el Puerto de Mar del Plata (en los cuales trabajamos al tacto porque no hay visibilidad) quedé atrapado en uno de ellos a unos 20 metros de profundidad. No podía encontrar la salida y empecé a desesperarme. Cuando me calmé pedí auxilio y un compañero se sumergió, me buscó dentro del buque y me ayudó a salir. A pesar de la sensación de inseguridad que tenía esa misma tarde pedí a mi superior volver a sumergirme porque tenía que recuperar la confianza rápidamente”

No importa cuán fuerte seas, cuánto te entrenes, cuánto sepas. Siempre habrá un momento en que tendrás que pedir ayuda. Y eso no significa ser débil. Significa ser humano.

En términos geográficos Esquina es una ciudad particular. Pertenece al cinturón de ciudades costeras de Corrientes pero curiosamente no baña sus costas en el Paraná. Es que Esquina está a la vera del Río Corriente, el cual nace en los Esteros del Iberá. El río es por tanto muy distinto al Paraná (que arrastra sedimento). El agua del Río Corriente al provenir del estero viene decantada y coloreada con el tinte ocre de la biomasa en proceso de descomposición en los esteros[1]. El agua es así oscura pero a la vez extraordinariamente transparente, y esta transparencia se advierte mucho más cuando uno se sumerge en ella[2].
A su vez entre el caudaloso Río Paraná y el delicado Río Corriente existe un complejo conjunto de islas, embalsados y esteros que operan como franja separadora.




Buscamos una fonda para almorzar y entramos a una con vista a la costanera. Afuera sopla un viento muy caluroso que tuerce las palmeras. 
- Bien... ¿qué rescata cada uno del viaje hasta ahora? - Pregunto como tema de conversación.
Milva piensa, y dice:
- Para mí este viaje ha sido un desafío, y me vengo demostrando a mí misma que puedo ir más allá de mis limites, física y mentalmente... Eso es lo que rescato.
Lisandro parece distraído y por lo general se rehúsa a hablar “a pedido” por lo que evita decir algo. Entonces lo presionamos y finalmente desgrana una reflexión. 
- La enseñanza de este viaje es que es un verdadero desafío, físico y mental, y me doy cuenta que puedo superar mis limites.
La mesa hace silencio.
- Es lo que acaba de decir Milva – Le dice Enrique.  
Lisandro parece desorientado.
- No me mires, boludo. – Le digo – Ella recién acaba de decir eso. Y la maligna de Milva aprovecha la circunstancia para hacer leña del árbol caído.
- Qué copión que sos, Lisandro. ¿No tenés personalidad? ¿Siempre tenés que decir lo mismo que yo?
-      No, no es cierto... me están jodiendo – dice él, confundido.
- Ahí vienen las milanesas, dice Kike.
 Mientras comemos contemplamos el río de esa Ciudad de Esquina, que arquitectónicamente hablando, es llamativamente prolija y atildada. Su costanera es bellísima, y sus playas de arena clara, también. 

Habíamos recalado en el Destacamento Reforzado de Prefectura Esquina, asentado en una antigua casa de estilo colonial, cerca del río. Sus autoridades cedieron a la expedición el Salón de Oficiales que se encontraba en la parte trasera del patio.

Allí con Enrique pergeñamos la idea de dejar momentáneamente el Paraná y navegar desde el Río Corriente hacia los esteros.
La idea era cambiar de ambiente, obtener algunas fotos lindas y por sobre todas las cosas, avistar yacarés. La misión no parecía demasiado sencilla teniendo en cuenta  que perderse en el interior del estero era muy factible. No cejamos sin embargo porque teníamos ese maravilloso aparato llamado GPS, y a un oficial de Prefectura, circunspecto y amable, por sobre todo inclinado a interesarse y colaborar con nuestra expedición.
Mientras yo intentaba descifrar las fotos satelitales desde mi computadora, el prefecto vino con una carpeta prolijamente foliada con todos los mapas esquemáticos de la jurisdicción. Puso el índice en la hoja y nos dijo que podríamos navegar el Río Corriente, ingresar por un escueto arroyo, el Ingacito, y así atravesar todo el estero para salir nuevamente al Paraná. 
- “Es sencillo, no pueden perderse” - Nos dijo. Y aunque yo no estaba muy seguro de eso, las ganas nos sobraban. Por su parte, Lisandro, que se había acercado al "Comité de Planificación", parecía no confiar en la estrategia. Cuando nosotros sí nos convencimos de que podíamos hacerlo, nos quedamos charlando largamente con el oficial, quien nos relató las épocas de entrenamiento como buzo táctico de la Prefectura.
- Nos tiraban desde el helicóptero en el medio del Río de la Plata y de allí teníamos que volver nadando hasta el Puerto de Buenos Aires, a veces eran 8 o 10 horas en el medio del río. Y teníamos que ayudarnos entre todos. - Pensé que, salvando las distancias, era lo que todos tratábamos de hacer en la travesía.
- ¿Qué hacés en Esquina si sos buzo? – Le preguntó Enrique.
- Pedí mi traslado como navegante acá para estar cerca de mi familia. Amo el buceo, pero necesitaba cambiar de aire - Nos respondió, mirando hacia la ventana. 
Volví a mirar el Google Earth tratando de buscar las coincidencias de las imágenes de la pantalla con las de los mapas en papel, sin éxito.
- Olvidate. Eso no te va a servir- Me dijo el prefecto.

El sol de la tarde sobre Esquina era pleno y por momentos abrumador. Me gustaba pensar que al menos soplaba el viento para aliviarnos, pero era justamente aquel viento el que traía ese aliento de calor casi insoportable.
Al atardecer, el Team Santa Fe nos informó que declinaba navegar con nosotros los esteros y que era su intención seguir aguas abajo por el Paraná hasta el Puerto de La Paz, Entre Ríos. Les facilitamos el mapa que teníamos y una nube de pensamientos e inseguridades se apoderó de mí, pero sabía que también del Capitán Kike. Es que el tramo Esquina – La Paz era el más extenso hasta el momento de nuestro cansador viaje y Milva –según decía- tenía las intenciones de completarlo en un solo día. Y se la notaba muy segura.
- Siento que puedo. Saldremos temprano y nos encontramos con ustedes en La Paz. – nos dijo muy milvamente. Lisandro no emitió sonido.
La cuestión fue compleja en nuestras cabezas que -para usar una metáfora mecánica- ya en condiciones normales funcionan a un régimen muy alto de vueltas. Por un lado, Milva y Lisandro hacían uso de un derecho tácito que tenía todo integrante de la expedición, que era el de decidir por sí qué hacer. No estábamos atados entre nosotros y cada uno era dueño de su viaje. Pero ... ¿por qué ahora? ¿Por qué en el tramo más largo del periplo? ¿Había enojo hacia nosotros? ¿Qué pasaba si había tormenta (que estaba anunciada)? ¿Cómo nos comunicaríamos?
Decidimos confiar en Lisandro y Milva. Había una actitud paternalista hacia ellos (más acentuada en Kike) y de desconfianza hacia sus habilidades (más propia de mi ego).
Con estas contradicciones nos fuimos a un bar con Kike. Entre cervezas tracé el derrotero por el Río Corriente y el estero. Kike chequeó el buen funcionamiento del GPS y cargamos las coordenadas. Además anoté en papel un ayuda memoria de parciales de distancias y señas en el río que nos ayudarían a orientarnos.
Por la noche todos nos reunimos nuevamente y caminamos juntos por la ciudad siguiendo el ruido de los ensayos de las multitudinarias comparsas. Cruzamos calles oscurísimas hasta dar con ellas.  Tras una nueva ronda de cervezas el equipo fue a dormir al destacamento. 
Previamente Kike y yo caminamos un poco más por la costanera. El viento norte poderoso persistía aún de noche, y en el horizonte más allá de los esteros la oscuridad era total e inmutable.

Cuando hay hambre...
Estábamos en un mercado chino de Bella Vista. Tomamos un paquete de galletas, fideos, algunas manzanas y turrones. La buena alimentación no había entrado en nuestros esquemas, y creo que nunca más haré un viaje que no repare en eso.
- ¿Eso es miel? ¿Miel a 8 pesos? – Le pregunté a Enrique. Seguidamente, Kike descolgó un simpático envase con forma de osito.
- Esto es... JMAF... Dios mío... ¿¿Qué corno es JMAF...??  -y luego de meditar, musitó: “Listo, Lo llevamos”.
En Goya le mostramos “el osito” a nuestros compañeros y entonces Kike googleó: - “JMAF: Jarabe de Maiz de Alta Fructosa” dijo riéndose.
- Eso es un veneno. - Reaccioné. – Lo peor que hay. No sé porque, pero lo sé.
Por ende, el osito se unió en el fondo de la bodega de mi bote junto a Cheewaka y llegó hasta el final del viaje como un polizón.

En Esquina tuvimos un deja vu como consumidores. Aquella vez sí, con Enrique empezamos a comprar comida a conciencia, ya que casi seguramente tendríamos dos días de remada a La Paz y debíamos estar bien provistos: atún, fideos, salsa, turrones, budines. De pronto,  me quedé frente a una góndola examinando un producto con mucha curiosidad.
- ¿Queso rallado? - Preguntó Enrique.
- No. Producto a base de queso rallado, sémola y sólidos lácteos.
- Es más factible que nos intoxiquemos con eso que nos ahoguemos en medio de una tormenta. – dijo.
- Vamos a llevar dos. – Respondí.

21 de enero
Esquina – La Paz (93 km.)
Milva y Lisandro, tal como lo habían planeado, se aprestaron a partir bien temprano. Enrique y yo lo haríamos más tarde. No nos habíamos fijado alcanzar La Paz ese mismo día y entonces teníamos importante margen de horas para recalar en algún lugar aguas abajo. Nos saludamos y los kayaks mellizos de la pareja santafecina partieron por el canal de acceso a Esquina buscando las lejanas corrientes del Paraná.
De la intimidación natural y la vastedad asombrosa que son distintivas de ese río, nosotros pasaríamos a otro, el Corriente, más amigable, con costas definidas y rasgado de brisas y reflejos.  Una vez en él remamos con agua a favor, sobre arenales y camalotales paralelos a campos bajos, y algunos poquitos islotes poblados de vacas y chivos. Cada tanto, veíamos grandes lagunas alborotadas de pájaros y viento.



Navegamos así unos 14 km. que el GPS reportó con algún margen de error mínimo, y acertamos la boca del Arroyo Ingacito, que no era más que un escueto hilo de agua apretado por vegetación flotante, y que para nuestra tranquilidad se convirtió rápidamente en el arroyo que esperábamos que fuera.
Después de virar algunas veces según las anotaciones mojadas que llevaba en mi chaleco y el GPS de Kike, salimos a una nueva laguna espumosa y agitada por el viento, con chajás centinelas y -para nuestra sorpresa- con toros y vacas hundidos en el camalotal. Comiendo nomás. Vimos árboles troncosos y frondosos. Vimos las ranchadas de algunas familias de puesteros y los hermosos irupés. 
Tras 27 kilómetros y tres horas de navegación la nariz de mi kayak asomó a un Paraná revolucionado por el viento, y lo cruzamos remando ardorosamente en dirección a una lengua de arena poblada de alisos y a la cual llegamos en medio de un revoltijo de olas. Eran las 12 del mediodía y frente a nosotros, lejana en el canal, se bamboleaba la baliza verde que marcaba el Kilómetro 831. Es decir que tres horas después de nuestra partida sólo estábamos 19 kilómetros al sur de Esquina.
Atacamos una lata de sardinas con pan. El viento soplaba levantando arena, y los kayaks esperaban al borde del agua, salpicados por la rompiente de las inusuales olas. 
Mientras, en el silencio del viento, Kike empezó a sacar cálculos: tendríamos tal vez unos 75 kilómetros hasta La Paz, unas 8 horas de luz aptas para navegar y un viento norte intenso. Si acometíamos la patriada de tratar de llegar –cosa que Enrique me proponía- existían posibilidades de lograrlo. Tendríamos que remar a un ritmo muy intenso por el canal. Disponíamos de ánimo y suficiente comida y agua para intentarlo.
- Está bien... Hagámoslo. Qué competitivo que sos... eh.
Enrique lanzó una risita perversa.
Como nunca,  paleamos con entusiasmo y con la ansiedad de ir viendo bajar el kilometraje en las balizas, ayudados por el nortazo. Mientras que mi Ártico se sobreponía grácil sobre el oleaje, el Pacífico de Kike ganaba un poco más de velocidad cortando las olas como un cuchillo pero cada tanto recibiendo escarmiento de agua. Con gran esfuerzo de palada y el silbido suave del viento, remamos por un largo período poniendo atención a algunas zonas de mayor inestabilidad y oleaje cruzado, casi siempre  donde algún brazo le tributaba al Paraná y entraba poderoso.
Mordisqueaba cada tanto unas garrapiñadas. Y me apretaba el sombrero para que el viento no me lo arrancara de la nuca. Un gaviotín hizo círculos sobre mi bote y me quedé mirándolo mientras gareteaba.
- Francoch, estamos navegando a 8 nudos...! - Me dijo Enrique entusiasmado. Eso eran entre 14 y 15 km/h[3]. Mucho para nuestros botes.
El monólogo de nuestras palas de madera siguió por horas su ritual de inmersión. Transpiramos y tomamos agua regularmente. Cada tanto también comía del turrón que llevaba en mi chaleco salvavidas. Y durante los pocos minutos que utilizábamos para garetear rompíamos el silencio preguntándonos sobre la posición de Milva y Lisandro.
- Para el mediodía deben haber estado 25 kilómetros aguas abajo. Ahora tal vez a la mitad... - le dije a Kike, mirando el río solitario con mis anteojos oscuros de soldador. Al decir eso con el turrón en la mano me sentí el Mariscal Römmel mirando el desierto de África. Un zorro del desierto. Pero en el agua. 



A esa hora, las 16, la Prefectura de La Paz empezó a recabar nuestra posición, pero al modular era evidente que nuestro alcance era débil para que nos recibieran. Así, cuando tuvimos a la vista un buque en la lejanía llevábamos a cabo la siguiente operatoria: yo lo fotografiaba con el lente largo de la cámara y ampliaba la foto con el hasta tener claro el nombre de la embarcación. Entonces Kike radiaba al capitán y le solicitaba que informara nuestro QTH a la Prefectura. En este caso el contacto fue con el buque Independiente, de casi 100 metros de eslora, que transportaba autos.

La pesquisa de Don Pipi.
No sé si a ustedes les ha pasado. Cuando leo un libro y empiezo a figurarme cómo son los personajes, aparecen personas que conozco y asumen sus papeles, como en una obra de teatro. Dicen que con los sueños pasa lo mismo. Y otros van más lejos sosteniendo que todas las personas que están a nuestro alrededor son la encarnación de almas con quienes nos venimos relacionando en vidas pasadas.
Pero no me voy a ir por las ramas.



Cuando conocí a Pipi Peña, su aspecto y sus modos me recordaban al personaje de un cuento. Y cuando hice memoria, dí con él: era Don Frutos Gómez, el comisario de pueblo creado por Velmiro Ayala Gauna. 
En el cuento, titulado La Pesquisa de Don Frutos, el comisario Frutos Gómez investiga un asesinato recurriendo a su sabiduría popular y campera. Todo ello ante la desesperación de un oficial venido de la capital correntina y formado con los conocimiento científicos de la época, que observa todo el procedimiento del comisario como un acto de ignorancia e indolencia. Sin embargo –y como es de imaginarse- el Comisario descubre al asesino con una precisión y seguridad pasmosas.
Así parece Pipi. Sólo que no es comisario, sino herpetólogo. La herpetología, para más datos, es una rama de la Biología que se especializa en los anfibios y los reptiles.
En el Ofidiario Municipal de Goya, en short y ojotas, con su calva cabeza y su bigote negro, Pipi toma una pitón albina, y la deposita sobre mis hombros. El animal se mueve lentamente, y con su pesada paz, me recuerda que me puede romper los huesos. Mientras, Juan Carlos (ése es el nombre de Pipi) cuenta cómo alimenta a cada animal. 
Además, y como todos los herpetólogos, conoce mucho de venenos y de sueros antiofídicos. También conoce sobre el veneno de muchas especies de arañas, en especial la araña violín o araña de los cuadros. A tal punto que de las paredes del ofidiario penden impresionantes afiches explicativos sobre las consecuencias de este veneno. Él asegura que es el único que puede curar su acción destructiva y colabora con los hospitales regionales cuando se producen accidentes.  
Con el paso de las horas, ya en casa de Pablo y Vivi, comienzo a notar cierta deformación profesional en Pipi. Lo miro por encima del borde de mi jarro de cerveza, mientras él describe con toda paciencia, cuán lacerante es la picadura de una raya.
- Te duele hasta que perdés la conciencia...   
Pablo tuerce la conversación hacia uno de los temas que lo apasiona: la pesca.
- Hay un lindo pesquero de dorado, chamigo, ahí al al norte de la Isla Las Damas – cuenta a su compadre Javier - aunque el lugar es un tanto peligroso, por la corriente.
- Mucha gente se ahogó ahí. – Acota Pipi.
- ¿Ah, si? – Pregunta Pablo con su estilo extremadamente respetuoso y de profunda curiosidad.
- Si... ¿Vos sabés en que posición se encuentran los cuerpos de las personas ahogadas?
Silencio morboso.
- Se toman del pelo con las manos. Como si estuvieran gritando.
La imagen que Pipi narra me deja sin aliento.
- Cuando yo era bañero en Lavalle me mandaron a llamar para buscar un cuerpo de un pescador, ahí en la isla. Buceé como a diez metros y lo encontré. Y lo saqué, pero estaba irreconocible.
- ¿Por qué? – Pregunto.
- Las palometas le comieron la cara... Claro, las palometas comen esas partes blandas... Cuando vino la forense a ver el cuerpo yo le advertí y me contestó: ‘soy forense, Peña’ y bueno... al verlo se descompuso. La tuvimos que atender a ella al final.
Anécdota que bien podría contarse como la pesquisa de Don Pipi.  
  
Cuando sopla el viento norte (Llegando a La Paz)
Cerca de las 17 hicimos un alto en un banco de arena ya que empezábamos a sentir los primeros signos de cansancio. Ibamos casi 5 horas puras de remo. El viento seguía soplando con persistencia en la tarde soleada. No había rastros de Milva y Lisandro y eso nos preocupaba. No obstante teníamos que pensar en nosotros y aún nos quedaba un buen trecho para remar.
Pudimos ver algunos buques remontando el río en una zona donde aparentemente la navegación por el canal no resultaba sencilla. Cruzamos algunas balizas negras de peligro, y según escuchábamos por nuestras radios, los buques mandaban lanchas para inspeccionar la zona.
Con enjundia sostuvimos nuestro ritmo de remada y navegábamos por una zona de río recto y extenso. El día, el viento, el río, el esfuerzo y el atardecer se estaban grabando a fuego en mi retina y a eso se sumaba la preocupación por el tiempo y los signos de agotamiento que ya me habían aparecido: sueño, dolores en piernas, y sensación de estar afiebrado. Bien típico del agotamiento.
Actualizamos nuestra posición radiando a un buque y cambiamos la margen del río ingresando al canal. En ese momento PNA dio aviso a todas las embarcaciones que estaban en la zona de alerta meteorológico por tormentas fuertes o severas, y comenzó a preocuparnos realmente la situación de nuestros compañeros, que con seguridad no estaban al tanto de esta novedad, por no tener radio. Era cierto que en el horizonte se veía un frente, pero aún no parecía ser una tormenta. 
Desde una isla allí envíamos un SMS a Lisandro. Estábamos desplomamos en el agua buscando refrescarnos y comimos con voracidad. Nunca en el viaje me había sentido tan agotado, pero Enrique no estaba mejor. Sentado en el agua veía la masa nubosa avanzando. Llegado el caso acamparíamos en alguna isla. Los botes cargaban víveres de sobra y solo deberíamos hervir agua. No obstante no queríamos perder más tiempo y volvimos al agua habiendo recuperado algo de energía.



Un remolcador de barcazas a 200 metros de nuestras proas, comenzó a maniobrar dificultosamente y empujado por la corriente rozó la costa de la isla saliendo con toda la potencia de sus motores, para luego virar nuevamente y entrar al zigzagueante canal marcado por balizas. Se me ocurrió pensar si esa maniobra era posible de noche, pero evidentemente los capitanes están preparados para toda eventualidad.
Nos acercábamos a destino. Escapamos del impiadoso reflejo del sol poniente en el agua, diría que peor que el propio sol del mediodía sobre nuestras cabezas. Nos apegamos a la costa de una isla y luego de una última maniobra vimos el puerto de La Paz. Lo habíamos logrado.
En ese momento Lisandro nos llamaba para avisar que Milva y él estaban bien y que habían suspendido su navegación al recibir nuestro aviso de alerta meterológica. Ahora ellos se encontraban unos quince kilómetros río arriba. Llegamos a la Paz cumpliendo (para nuestra propia sorpresa) nuestra estimativa de 19:30 y por gestión de la Prefectura nuestros kayaks (y nosotros) fuimos subidos a tierra por medio de un elevador de lanchas, cuando el sol se despedía detrás de un arenero amarrado, el Don Cesarito.




[1] En el Delta del Paraná, algunos isleros denominan a esto “agua de campo”.
[2] En el año 2003, tuve la oportunidad de participar en una expedición de buceo en los Esteros del Iberá.
[3] 1 nudo = 1,852 km/h

[4] “Las comadrejas me arrancaron la carne”